El ambiente era agradable. La luz tenue, con reflejos rojizos. Las paredes cubiertas de tapices de terciopelo negro salpicado con dragones rojos. Terminaba de adornar la estampa una decoración caótica: un piano, un maniquí roto, un samurái en bronce a tamaño natural… Sonaba música de los 80. El ambiente habría aún más onírico si no fuera porque ya hemos llegado a la edad en la que esa música no es de otros tiempos.
Adornaban la barra múltiples anuncios del lugar en cuestión, ingeniosos, elaborados. Eso añadía solera al lugar. Desconozco si la camarera tenía solera, lo que le faltaba era clase. Ademanes bruscos al despachar y más pendiente de su grupo de amigas al fondo de la barra que del cliente. Y no sería porque fuera una novata, porque pese a la tenue luz se podía apreciar que su adolescencia ya la había vivido con las canciones que sonaban.
Pese a la camarera el lugar prometía, pero ahí cometí mi primer error. Encargué, como en mi suele ser costumbre, un café. Es cierto que la taza era de café, la máquina que lo elaboró también y el color del líquido que salió coincidía. Desgraciadamente ahí se acabó su identidad cafetera, ya que el sabor distaba mucho del de un café a la altura de las circunstancias.
Pese a las pésimas cualidades del café y de quién me lo preparó, aún le concedí una oportunidad al local. La buena compañía me hacía sentirme magnánimo. Pero ahí cometí mi segundo y más grave error.
Por un capricho del destino en forma de necesidad fisiológica en caminé mis pasos al baño. Aproximándome al lugar descubrimos una mesa de billar cubierta de unas tablas mohosas y con unas cuantas telarañas a modo de decoración. Pero eso no era suficiente preparación para lo que me esperaba. Al traspasar la puerta del servicio un fuerte olor a orín hizo romper la poca magia que pudiera quedar. Donde debiera estar el retrete había una taza con la cisterna rota y las consecuencias de las cervezas y cafés de muchos anteriores a mí, con la misma luz tenue que en la barra no conseguía disimular las arrugas de la camarera ni en el baño los manchurrones del suelo.
Después de cumplir lo con lo que me pedía el cuerpo (a medias porque empezaba a reclamar un vómito) pagué la cuenta, más acorde con los tapices de terciopelo que con el olor a orín, y me fui.
No creo que vuelva. Lo que un día fue seguro un rincón romántico ha sido devorado por la carcoma de la dejadez hasta dejarlo moribundo, abandonado hasta convertirse el la viva imagen de la decadencia.
CYBRGHOST
Adornaban la barra múltiples anuncios del lugar en cuestión, ingeniosos, elaborados. Eso añadía solera al lugar. Desconozco si la camarera tenía solera, lo que le faltaba era clase. Ademanes bruscos al despachar y más pendiente de su grupo de amigas al fondo de la barra que del cliente. Y no sería porque fuera una novata, porque pese a la tenue luz se podía apreciar que su adolescencia ya la había vivido con las canciones que sonaban.
Pese a la camarera el lugar prometía, pero ahí cometí mi primer error. Encargué, como en mi suele ser costumbre, un café. Es cierto que la taza era de café, la máquina que lo elaboró también y el color del líquido que salió coincidía. Desgraciadamente ahí se acabó su identidad cafetera, ya que el sabor distaba mucho del de un café a la altura de las circunstancias.
Pese a las pésimas cualidades del café y de quién me lo preparó, aún le concedí una oportunidad al local. La buena compañía me hacía sentirme magnánimo. Pero ahí cometí mi segundo y más grave error.
Por un capricho del destino en forma de necesidad fisiológica en caminé mis pasos al baño. Aproximándome al lugar descubrimos una mesa de billar cubierta de unas tablas mohosas y con unas cuantas telarañas a modo de decoración. Pero eso no era suficiente preparación para lo que me esperaba. Al traspasar la puerta del servicio un fuerte olor a orín hizo romper la poca magia que pudiera quedar. Donde debiera estar el retrete había una taza con la cisterna rota y las consecuencias de las cervezas y cafés de muchos anteriores a mí, con la misma luz tenue que en la barra no conseguía disimular las arrugas de la camarera ni en el baño los manchurrones del suelo.
Después de cumplir lo con lo que me pedía el cuerpo (a medias porque empezaba a reclamar un vómito) pagué la cuenta, más acorde con los tapices de terciopelo que con el olor a orín, y me fui.
No creo que vuelva. Lo que un día fue seguro un rincón romántico ha sido devorado por la carcoma de la dejadez hasta dejarlo moribundo, abandonado hasta convertirse el la viva imagen de la decadencia.
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